Y con el frío me llegan unas hermosas ganas de sentarme a escribir sobre, por ejemplo, por qué no sirven los muertos, sobre el arma que termina siendo la moral contra el hombre, sobre cuál es la mejor compañía de un solitario, sobre el estremecimiento del amor, sobre la opacidad de los días en blanco, sobre la fascinación de la necesidad del hombre de ser perverso, sobre el fastidio de la vejez y cómo obviarlo, sobre el valor del infinito en el terreno de los deseos, sobre el protagonismo femenino en la sociedad actual, sobre todas las patologías religiosas, sobre la mentira del arte, sobre la intensidad en todo, sobre la diferencia entre el tiempo poético y el tiempo social… Muchas ganas, ahora tengo muchas ganas.
HACIA MI MEDIO SIGLO (I)
[Relectura de Diario de un Savonarola]
6 de octubre de 2002
Vuelve la lluvia y ya es otoño. Vuelve la lluvia y he podido pasar todo el domingo en soledad, por fin, he vuelto a la lectura y he recuperado un poquito las ganas de escribir. Me gustan los días grises, cuando la luz sugiere tranquilidad y encierro en uno mismo, y me gustan porque me activan y me siento capaz de multiplicarme.
Entre otras cosas, hoy me he detenido a analizar el panorama literario de Castilla y León, reafirmándome en lo que ya pensaba el año pasado y el anterior y el anterior: La literatura en Castilla y León es un archipiélago de islas sumergidas (expresión robada a mi buen colega Manuel Moya). Cientos de voces negadas y un pequeño mar interior de popes empeñados en conformar un grupo de poder al amor de las instituciones -y no digo que sea malo que esto suceda, sino que no me parece nada bien que no estén todos los que son o debieran ser-. Por otra parte, percibo infinidad de guerrillas, mínimos odios a muerte, operaciones de maquillaje, ediciones locas, insulsas, trabajadas, regaladas, inútiles, magníficas...
Escritores mediocres -demasiados-, juntaletras excesivamente sensibles, dinosaurios buscando una jaula caliente donde terminar sus días, prebostes que eran de izquierdas y ahora son de ultranosequé, letristas del Movimiento que se aparcan como defensores de la libertad, jóvenes imberbes que van dando lecciones de todo... un caos sin orden y con demasiado desconcierto. Lo malo es que los sensibles levitan siempre cerca de los políticamente afortunados -eso sí, sin mancharse nada más que sus manos enguantadas-; los jóvenes imberbes son capaces de bajarse los pantalones para el bujarrón gozo de los popes y alguno empuja con ediciones de cartón piedra bien cebadas de dinerito público mientras ponen a parir a la
mano que les da de comer en prensa y radio. Un desastre.
Pero, al fin, gracias a ese Dios que no existe ni existirá, la creación siempre es una carrera de fondo que se hace en absoluta soledad, y esa prueba la pasan muy pocos, poquísimos. Y es que la gente se mete en esto de la literatura por pose, para intentar follar algo y para dar de comer al ego el alpiste de la admiración ajena. Luego, a la hora de la verdad, pocos son los que se mojan, pocos son los que arriesgan jugándose los garbanzos y consiguiendo el silencio de todos -sumado a esa asquerosa mezcla de miedo, odio y respeto-. Somos hombres y, por ello, todo esto debe ser inevitable, pero una cosa cierta es absolutamente inviolable: un creador es único y los pseudocreadores lo saben a pesar de que se dediquen a enfangar su trabajo y su devenir creativo, y eso es lo que más les jode: saberse falsos mientras llenan de mierda la mena.
Para poner a cada uno en su sitio está el tiempo.
Decía un amigo mío hace unos días que las guerras literarias actuales son fiel reflejo de la política internacional norteamericana: atacar al enemigo con todas tus mejores armas y no sufrir ni un arañazo.
Las buenas guerras literarias eran las de antes, guerras creativas en las que un autor atacaba o se defendía con ironía creativa llamando a su adversario con versos inigualables «bujarrón», «cabrón», «hijo de una puta bizca» o simplemente «sinsubstancia». Tendríamos que volver a ese estilo y cuidarlo.
A lo que se ve, en octubre de 2002 andaba yo por los mismos caminos que hoy y, lo que es peor, el mundo andaba también en el mismo jodido tono, pues en cinco años no han cambiado los nombres ni los hombres.
(21:03 horas) Mi primer vástago [mi hija], al llegar al mundo asomó su cabecita y la volvió a esconder en el vientre de su madre como queriendo quedarse allí ante la tremenda visión que se le presentaba. Mi segundo hijo nació rapidito, en un parto ideal y muy bien trabado. Mi tercer hijo llegó de improviso, haciendo puenting entre las piernas de su madre mientras caminaba junto a mí para intentar propiciar el parto [con él estuve a solas, frente a frente, durante una hora eterna mientras atendían a Mª Ángeles, que se desangraba].
Asistí a los tres partos de mis hijos con expectación y con miedo, maravillado y acojonadito por el peso que con cada uno de ellos se me venía encima. Lloré en los tres de felicidad y en los tres sentí que un peso enorme caía sobre mí.
Hoy ya he acostumbrado mi cuerpo y mi cabeza a esa divina circunstancia que me puso el nombre de ‘padre’ y me coronó de una responsabilidad que no sé aún si he sabido tramitar, pero que me ha colmado mucho más de lo que yo podía imaginar entonces.
Con mis hijos me llegó el miedo, un miedo terrible que me hacía estremecer por temporadas.. miedo de mí y miedo por ellos. Y también me llegó esta sensación de imposibilidad que me asola desde hace años.
Pechar con esa carga es duro, porque he tenido que jugar durante diecinueve años a ser un dios menor, un dios absolutamente imperfecto que debía [debe] solucionar a diario todos los pequeños problemas, un dios capaz de ofrecer seguridad sin tenerla, un dios sobre el que subirse y al que acudir ante cualquier problema.
De esa calidad de Dios menor me ha quedado un sentimiento durísimo de incapacidad y una sonrisa dispuesta siempre para no crear preocupaciones innecesarias.
Mis hijos me han hecho grande y también me han destruido, me han dado lo mejor y me han quitado de las manos mi abanico juvenil de posibilidades, me han quitado el sueño y me han dado realidad a paladas.
Todo es contradictorio hoy.
Los adoro.
Sé que se irán de mí poco a poco.
¿Sufriré por ello?… Sí, claro… porque no son míos… yo soy suyo.
De FUMADORAS |
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