Para descubrir hay que tener recuerdos y haber aprendido a nombrar el mundo, por eso el acto de amar necesita haber sido, aún antes de existir, dulce fracaso… para ser recordado, para que encuentre su nombre preciso en el archivo del cuerpo.
El otoño me rinde siempre, pues mi cabeza se llena de ideas nuevas y por mis ojos entra el vómito de los colores del campo de El Castañar hasta conseguir un éxtasis inagotable. Soy mucho más sensible en estos días –quizás también más vulnerable– y me dejo llevar por las palabras redondas que pueblan mi cabeza como si fuera un lugar de vacaciones [tengo una masa ingente de población flotante de palabras en esta estación]… de este estado me crece cierta predisposición a enamorarme de lo primero que encuentro… un papelito tirado en la acera, la sombra de un edificio, una nube, el andar apresurado de una mujer desconocida… y sufro una suerte de catarsis que me pone eufórico a ratitos y me deja caer de golpe en estados de absoluta negatividad.
Voy a cumplir cincuenta años y yo pensaba que estos estados adolescentes se me irían pasando con la edad, pero no, persisten y crecen, y con ellos la necesidad de captar en mis sentidos toda la belleza que me rodea y acumularla para mí con ese componente judío que llevo en mis genes.
Y luego sale al campo de batalla mi calidad de tipo despreciable, el hombre de diario que debe aparentar ser algo, tener algo y gestionarlo despedazando al contrario con sonrisas y gestos… y en la contradicción me siento mezquino, aunque intento calmarme en un recuento de mis ‘intenciones’ [pensadas como láudano que quite el dolor de los actos].
En fin, un día extraño el de hoy… y una extraña entrada.
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Vuelvo a la obra de James Boswell, que había dejado aparcada en la página 263, a la anotación puntual y perfecta de la “Vida de Samuel Johnson”, y lo hago casi como un castigo impuesto para salir de este estado otoñal alucinado. Los cometarios de Boswell, sus acotaciones, las descripciones que hace de todo lo que rodea a Samuel J., toda esa pormenorización trabaja en mi cabeza para intentar acercarme a la realidad y notar así cómo cierto sosiego empieza a sacarme del sobrecogimiento de la luz hiriente de mi cielo otoñal.
Fumo compulsivamente y no me gusta el sabor del tabaco [por obligación hoy no fumo Chester, y lo noto en mi lengua y en mi garganta], mecánicamente arranco una postillita que tengo en el brazo y hago que sangre levemente para ver brotar algo vivo de mi cuerpo. Bebo larguísimos tragos de Coca-cola revenida [de una botella que abrí antesdeayer], sumo los días que me quedan y no me salen las cuentas porque, en definitiva, no sé para qué; abotono mi camisa hasta el cuello para sentir ahogo, leo con dispersión, intento sentir dónde está mi sexo para ubicarlo en el mapa que tengo en la cabeza, muevo nerviosamente la pierna derecha y me toco la nariz con la mano para ubicar un pequeño dolor que duerme adentro desde hace días.
No quiero escuchar música, porque me distraería y me llevaría directamente al estado de ataraxia que disfruté durante todo el verano.
Boswell insiste en sus demoradas descripciones.
Tengo sueño.
(19:36 horas) Tiene cojones que tengan que pasar cincuenta años para que me percate de que la economía tiene una existencia real que me afecta… cincuenta años pensando que el mundo vibra en otras claves y de pronto… hay que trabajar para comer, para poder vestirse, para tener todo lo necesario y lo innecesario. Me deja perplejo que el dinero supure ese poder sobre los sentimientos y pueda modificarlos con la fuerza que lo hace… si no es nada, el dinero es solo un acuerdo tácito entre hombres para salvar las incomodidades del trueque, pura inexistencia por carecer de valor tangible [‘valor’ entre comillas, claro].
Y, entre medias, los traficantes del dinero, los tipos de la ususra… los bancos, los intermediarios, los prestamistas… no producen, pero ganan más que nadie y, para joder más, son los que marcan el valor de las cosas, decidiendo, por ejemplo, que el metro cuadrado de tierra seca y baldía vale más que un poema. Y la gleba conformándose, entrando en su juego pérfido y terrible sin pararse a pensar durante un solo instante… y el mundo es suyo [por lo menos el mío, que es el que gestiono a diario con empeño y sudores]… mi casa es suya, mi coche es suyo, todo el sueldo que saco de mi trabajo es suyo… y ellos no ponen nada más que un decorado de falsa seguridad y un descaro que es puro escándalo.
De FUMADORAS |
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