Friday, November 23, 2007

El tiempo se solapa con el tiempo.



A veces me lamento de no tener días demasiado desdichados, y lo hago bajo el pensamiento de que la poesía brotará de ellos. Y quizás me equivoco [Albertito Hernández siempre me habla de que no hay dolor creativo]. El caso es que cuando me llega un buen día, un día alegre, termino lamentándome porque no tengo la sensación de que haya sido un día productivo.
Sé que todo esto es una tontería, una pose más para sumar a la estatua falsa de mí mismo.
La realidad, la justa realidad, es que las cosas mejor trazadas son las que llegan sin buscarlas, sin forzar nada, de tal forma que hasta lo más despreciable, cuando llega con naturalidad, puede convertirse en materia poética.
También es bueno aprender a confiar en que las cosas llegarán de una forma… ¿misteriosa? En esa espera se disfruta mucho, sobre todo porque de esa situación acaba salvándose uno de los propios defectos mientras se amarra a lo inconsciente como a una balsa.
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Recibí desde la generosidad del colega Antonio Reseco unos cuantos libros para llenar mi fin de semana: ‘Márgenes de un silencio’, de Antonio Llamas [‘No recuerdo Montecatini y no sé que en sus calles de ceniza / anduviste desclaza aquella madrugada…’]; ‘Parejas de sexo igual’, de Luis Antonio de Villena [un pequeño tratado de homodidactismo literario]; ‘Resistir al presente’, de David Yánez [‘Cuando pronuncien mi nombre / sólo quiero que escuchen / sus palabras.’], y ‘Paraísos irregulares’, también de Antonio Llamas [‘Vi la herida del mundo / infestada de hombre.’]. A todo ello suma Antonio un original inédito, ‘El café portugués’, que estoy leyendo con mucho gusto [‘También los olores se olvidan…’].
Mil gracias, amigo.
(11:53 horas) Miré esta mañana la nieve reciente cubriendo la sierra sobre el fondo azulísimo de un cielo especial y vi cómo el paisaje del monte de El Castañar se hacía más pardo que ayer, mucho más pardo.
Me gusta la nieve porque sabe contrastar con todo, hasta conmigo, pero solo me gusta mirarla como se mira a una mujer imposible, con el gesto admirado y con el deseo utópico de tenerla y penetrarla.
De su visión nació mi primera sonrisa del día, una sonrisa que compartí con mi hijo Guillermo mientras íbamos al colegio juntos y bien abrigaditos.
Cuando dejé a mi niño chico en su afán diario y obligatorio, me acerqué a un espacio abierto para poder disfrutar de la postal que me ofrecia el día durante unos minutos. Todo era irreal gracias a la extraña luz que hería mis ojos [debía mirar con ellos entrecerrados para no deslumbrarme]. Cada artefacto del paisaje estaba en su sitio después de la niebla de ayer, perfectamente colocados para mis ojos.
Una mujer desastrada pasó delante de mí con un cigarro en la boca y una bolsa con varias barras de pan [la seguían dos perros tan desastrados como ella]. Me miró con curiosidad y me dijo: ‘Hace frío, ¿eh?’. Yo le contesté un ‘sí’ escueto mientras torcía mi gesto por su olor, que me abofeteó de pronto.
La mujer siguió su camino hacia la el centro de la Plaza Mayor bejarana seguida tranquilamente por sus perros y yo cambié mi punto de vista, quedándome quieto en el lugar que ocupaba y mirando cómo se alejaba… En el mundo conviven varios siglos distintos en la misma hora, pensé, pues aquella mujer era la viva imagen de las que gritaban en La Bastilla frente a una guillotina ensangrentada… Quizás se ha solapado el tiempo con el tiempo y los individuos cibernéticos se rozan en la droguería de la esquina con un genuino Cromagnon.

SON LAS 12:26

Son las doce y veintiséis en Béjar
y apenas quiere decir otra cosa
que quedan un par de horas para ir a comer
y luego a tumbarme diez minutos
para pensar en que no sé
tratarme a mí mismo
como trato a los demás

La vida tiene
en estas circunstancias
una claridad meridiana
que permite que mire
cada una de mis taras
y sonría por ello
como si no pasara
nada
porque no pasa
nada

Y llevo vividas cincuenta veces
por trescientos sesenta y cinco días
esta hora anodina
–las doce y veintiséis–
sin haber comprendido aún
que la única diferencia
la marcaba
comer una hora antes
o diez minutos después

o comer un filete
con patatas fritas
o una ensalada fría
de macarrones con verdura

Entonces me percato
de pronto
de que todo lo que no me sucede
es lo realmente importante
y no soy
capaz
de rebelarme contra
un ridículo minuto de mi vida
porque solo lo respiro
cuando ha pasado
y todo se resume
en que llegue
la jodida hora
de comer
otra vez.

•••

SOBRE EL AMOR INAGOTABLE

Dice Buck
que hay mujeres que piensan que el amor es inagotable,
pero yo jamás encontré a ninguna
con esa disposición ni con esas ganas.
Quizás el problema sea yo,
un tipo triste y desgarbado que no se ha sabido cuidar
o lo mismo es que no he viajado lo suficiente
y mi coche resulta incómodo y demasiado reconocible
para la zona.

Buck tampoco era una maravilla.

Y no niego que me hubiera gustado
encontrarme con alguna de esas mujeres
para tener que claudicar entre sus piernas
y poderlo contar
a la hora del café
como si nada:

‘Ella, desnuda, me decía
que me dejase hacer, que ella sabía
cómo conseguirlo…’

Y mis colegas no darían crédito,
pensando que mi imbecilidad
rozaba los límites.

No hay como no exagerar
para que el mundo te crea un visionario
o un tonto de misa.

Buck, amigo,
cada uno nos hemos comido lo nuestro.
Tú, lo tuyo.
Yo, lo mío.

Por ello puedo decir sin vergüenza
que yo no he conocido
a ninguna mujer que pensase
que el amor es inagotable…

pero lo he deseado,
claro.

•••

Volví a la nieve… luego al curro…

HACIA MI MEDIO SIGLO (V)
[Relectura de Diario de un Savonarola]

7 de mayo de 2005

Ponerse viejo es consentir la cruz de conservar cada una de las cosas que tienes, temer por ellas y ponerlas por encima de cualquier valor exterior y humano. Ponerse viejo es adular para permanecer o callar para permanecer o llorar para permanecer o esconderse para permanecer. Ponerse viejo es sentirse triste todo el tiempo y esperar. Ponerse viejo es una acción que no tiene nada que ver con la edad y que se mide en parámetros de ilusión y de ganas. Ponerse viejo es dar por hecho el amor... Ponerse viejo también es percibir cómo triunfan los necios mientras tú no sabes poner en valor la diferencia. Nicolás Maquiavelo agrupaba como poetas menores a todos los que hablaban del amor –y eso también es ponerse viejo–, aupando a superiores categorías a los poetas épicos y a los escritores políticos, aunque eso quizás fuera otra ironía del maestro de maestros. No sabía Nicolás en qué iban a terminar los políticos, a pesar de su convencimiento de que todo es circular y cada tiempo es una onda igual a la de un tiempo anterior. Supuso magníficamente que el mundo era de los políticos, pero erró al catalogarlos como los seres más audaces, dignos de compartir con él un trocito del infierno –y eso también fue ponerse viejo–. No atinó a imaginar que los gobiernos iban a ser la viva imagen del pueblo, es decir, la purita mediocridad, que ya no habría líderes capaces de espolear conquistas al frente de sus ejércitos poniendo su pecho para la primera flecha o para el primer venablo. No supo imaginar al líder refugiado en retaguardia, matando incluso a los suyos para que le sirvieran de parapeto o para parecer un muerto entre los muertos. Girólamo Savonarola lo alumbró con su facciosa profética en el mismo tiempo y le llegó la hoguera. Lo que ayer fue el candor del miedo y la épica de la gloria en la batalla, hoy es el conformismo consumista y la lírica del fraude mediático. Se han confundido todos los términos y el «gran comercio» mete la mano por el culo a las marionetas políticas para entretenernos con un cuento teatralizado que no tiene parangón en la historia de la Literatura ni en el resto de las «historias»... En todo esto se equivocó Nicolás, pero con la consideración de que se equivocó en el encabalgamiento de los siglos XV y XVI, acertando –eso sí– en mil percepciones de la sociedad, la política y la religión en las que el 99% de la gleba siglo XXI aún no han caído. Dos mundos humanos conviviendo en el planeta hoy: Uno masivo y de corte absolutamente medieval, y otro minoritario y con ideas preclaras, pero abrumado y sometido –no me incluya en ninguno, Urah amigo–. Se equivocó también Nicolás en su percepción de la poesía amorosa y del amor mismo como algo «menor», y sobre todo se equivocó con Ovidio; pues no intuyó que el amor se mantendría hasta el día de hoy con la misma fuerza y la misma potencialidad de hacer y deshacer en todos los terrenos humanos –ahí Jesús de Nazaret estuvo más vivo, y a los resultados me remito (debería decir con más precisión que «estuvieron más vivos sus acólitos»)–. El amor y el desamor como monedas de cambio, como argumentos de poder y de gobierno, como rendición en la unidad fundamental humana –la pareja o «la familia»– y como reflejo mítico hacia el héroe de entonces y hacia el sátrapa de hoy. Todo se mide en una escala de testosterona y estrógenos, de erección y penetración, de reprodución para el consumo y de institiva afinidad hacia los productos de ese mismo consumo –siempre mediando la subliminalidad en los niveles químicos y físicos–, que van desde el jabón rejuvenecedor hasta el líder político. Ya no hay «Príncipes» como los que decía Maquiavelo, que ahora todo se resume en «nestlés» y «nabiscos», en «lokeeds» y «mercedes», en «shelfs» y en «repsoles», en «bebeuveás» y en «americanexpreses»... La máquina global ha sustituido al líder, al príncipe, al tirano. Ellos ponen y quitan, dan y toman, y es con ellos con quienes se debe hablar en el Infierno, no con los políticos, Nicolás, no con los regentes, no con los jefes militares, no con los intelectuales. La industria farmacéutica, por ejemplo, va 10 ó 20 años por delante de la investigación médica oficial y antepone su servicio al mercado sobre el servicio a la sociedad, y lo mismo sucede en cada uno de los campos sobre los que decidamos preguntarnos. El hombre no importa, importan sus ingresos y su capacidad de gasto. Si Nicolás hubiera nacido ayer, quizás tuviera «la vida de Gates» –y juego aquí con el título de una magnífica novela de mi amigo Braulio García Noriega– o lo mismo buscaba un suicio en bolsa. El dinero es el «Príncipe», y el «amor» es la esperanza o su exacto contrario, que todo depende del color con que se mire, pero también es la «esperanza». En todo caso, me quedo con las divinas palabras de Nicolás Maquiavelo cuando dice que «el hombre no es, ni mucho menos, el señor del Universo, como por vano orgullo le gusta creer, sino víctima de la naturaleza en primer lugar y luego de la fortuna. Nace desnudo y llorando; su voz llena los aires. Único entre todos los animales de la creación, es capaz de espantosas crueldades contra sus semejantes: sin embargo, ninguna otra criatura parece tener tanto anhelo de vivir y tanto deseo, y necesidad, de lo eterno y lo infinito». Sabía de lo que hablaba el perico, conocía al personal desde antes de Aristóteles hasta nuestros días y percibía hace ya quinientos añitos lo que muchísimos hombres son incapaces de percibir hoy mismo. Eso también es ser «Príncipe», un príncipe de la luz que como máxima fortuna material puede llegar a tener un pañuelo para enjugar sus lágrimas... Pero también es ser viejo, como entenderlo es ponerse viejo.
(tarde) Llevo dos horas más enfrascado en la lectura apasionante de «La sonrisa de Maquiavelo», de Maurizio Viroli, y es como un baño de agua tibia que recibo con el deseo de que nunca acabe. Estaba tan equivocada mi idea de Maquiavelo como lo estaba en su día con la de Pier Paolo. Cada día miro con más admiración a lo italiano –exceptuando el plano deportivo y el trasunto político actual, por supuesto–, y también me voy redescubriendo en la esencia que me llega de la lectura. Poder acceder a ciertos textos con la mirada ávida es una riqueza inconmensurable. Lástima que las pelas no lleguen con el mismo fluir y para la misma intensidad. Quizás no importe.

De FUMADORAS

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