Me lo prometió hace ya más de una año y lo ha cumplido a pies juntillas. Sí señor, Maite Iglesias es una mujer de palabra. Me dijo entonces: ‘un día iré a Béjar, te pediré fuego y no me reconocerás’. Y lo hizo la puñetera, y confieso que no la reconocí al primer instante, aunque mi mente procesó rapidito y me quedé absolutamente patidifuso, casi sin habla y sin esa capacidad de reacción que tantas veces me ha hecho falta y no ha querido acompañarme jamás. Le hice una foto rápida, me dijo que andaba con unos amigos y que se alojaba en La Casa Inglesa, y desapareció… y yo permanecí sin habla como veinte minutos. Cuando reaccioné, la busqué con los ojos para charlar tranquilos y tomarnos algo, pero no fui capaz de volver a enfocarla entre el gentío. En fin, que soy un desastre para recibir amigos y ya está, un puto desastre de mierda [hoy llamé varias veces a La Casa Inglesa, pero sin obtener respuesta]. Mil perdones por mi desatención, Maite guapa. A ver si hay suerte esta noche y coincidimos de nuevo entre el blues y el gentío.
En fin, al tema. La primera noche blues fue molona [eso sin sumarle el encuentro que me dejó absorto] y estaban los de siempre, y casi en los mismos lugares y bajo las mismas dosis de lo que fuese. Zach Prather fue el aviso primero de lo que se nos venía encima: elegante sobre el escenario [solo disonaba un punto gordo su guardapolvos de cortina de salón antiguo], el periquito de Chicago ofreció un concierto de purito blues lleno de matices que me puso en ciertos momentos la piel de gallinita… luego vino John Lee Hooker jr. con una puesta en escena magnífica y un dominio de la cosa fuera de cualquier duda si nos abrigamos con su mirada showman y nos acogemos a falso latido bien entrenado de su corazón… zapatos de serpiente, pantalón de paño con la raya medida y bien tirada, chaleco pluriflor, botón de gargantilla perlado, pañuelo blanco de algodón en la mano izquierda, sombrero de ala corta con plumita… así completó temas conocidos que me hicieron saltar como un adolescente mientras recordaba al gran James Brown con su cosita sex machine [lo pasé de puta madre con el perico de suerte genética y le pedí que me firmase una camiseta… soy así de fetichista a veces]. Terminamos con Blues Caravan y me emocioné escuchando y mirando a la jovencita Candye Cane, que resultó ser poseedora de una fuerza descomunal en sus interpretaciones mezclada con un harmosísima candidez casi agotadora [eché de menos más música de esta chiquilla]… y me relamí con el pedazo de mujerona que es Dani Wilde en el escenario a pesar de las plumas y las medias de rejilla, de darme cuenta de que la voz enorme que contiene ese cuerpo es absolutamente sobresaliente [un beso para ti, bluesera rechula]… y se remató la cosa con una Deborah Coleman que, a pesar de que no estaba en su mejor noche –se patentizaba su incomodidad en los gestos que hacía a sus compañeros de escenario–, remató una actuación brillante.
Del resto, de los naufragios individuales, de las kurdas goliardas, de las escenas pijoapartes, de los runrunes cocolisos… no voy a hablar este año… ni tampoco de las diosas [José Antonio me presentó a la suya particular] ni de las mujeres más dignas del Levítico bibliero que de las blueseras noches bejaranas.
Yo disfruté como un enano y vi a Maite como en un sueño imposible, y bailé, y bebí, y me sahumé, y reí mucho, y abracé a un montón de coleguitas viejos, y vi a mi Miguelón feliz de nuevo [mira que le cuesta al jodío], y disparé mis cámaras hasta el agotamiento, y sentí que sigo igual que ayer, hecho unos zorros estupendos con los que sujetar los días.
¿Dije que vi a Maite? Sí, coño, creí que se me olvidaba.
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