12 de diciembre de 2008
Dos nuevos caídos de bien cerquita: el compañero de Nuria y la abuela Juanita. Y todo sobrevenido sin esperarlo, que a la Parca golosa e impertinente le encanta dar sorpresas y ponernos a prueba el asunto moral y el físico. Y yo ya no sé qué decir ni qué hacer en estas circunstancias, cómo comportarme y en qué parámetros empujarme a seguir en el tono que me pide el cuerpo cuando estoy bien.
Solo un acercamiento filosófico al hecho y al concepto de la muerte me resulta paliativo en estos momentos, tanto la mirada al cesar de la vida latente, como al concepto de materia viva en transformación.
Mientras que en el cese vital se incluye la memoria como continuación de la existencia [la existencia en el otro], en la transformación tan solo se precisa un cambio de situación en la comunidad cercana a quien desaparece, de tal forma que, con una mezcla de tiempo y compañía, la falta termina siendo acomodada en el normal devenir del conjunto humano.
Ambas posturas filosóficas pueden enunciarse desde la facilidad que propicia la distancia, pero son difíciles de macerar cuando quien se ha ido hablaba contigo, recibía tus besos y te los regalaba o, simplemente, te miraba a los ojos con voluntad de compañía.
De ahí el dolor por la pérdida, y de ahí también la necesidad de que cada ser humano deba estar preparado para el duro trance de la falta cercana, aprendiendo a trabajar la idea de superación cada minuto de cada día.
Mientras la Naturaleza sigue en su continuo, el ser que cesa en su realidad vital interviene de formas diversas en las realidades que se imbricaban en la suya, modificándolas en diversos niveles y con distinta intensidad [la cama vacía, la silla vacía, el puesto de trabajo descubierto, la ropa sin posibilidad ya del cuerpo que la ocupaba, las gafas, los anillos... los objetos múltiples, en fin, de uso particular de quien murió]... y con los objetos de uso, los trabados gestos que pertenecen al ámbito mental y sensitivo [quizás los de trámite más doloroso hasta el reencuentro con la normalidad]. Y es que la muerte, que actúa siempre de forma individualizada en su apartado biológico, tiene también un desarrollo social importante en el entorno... y de ello se aprovechan mucho las diversas ‘espiritualidades’ [por llamar de alguna forma a las religiones] para arrimar el ascua a su sardina.
Según Simone de Beauvoir, ‘la muerte clausura cualquier posibilidad de sentido, amenazando con el absurdo de la nada a toda construcción humana’ [eso entendiendo la muerte en su individualidad, claro], patentizando el sinsentido de la existencia, y es por ello que debe extenderse la necesidad de un concepto social de la muerte en el que la continuidad del pensamiento y el trabajo de quienes mueren quede asegurada en la vitalidad del grupo, pero nunca dejando el sentido de la vida en las inconcretas manos de un dios [cualquier dios debe desaparecer, desde mi punto de vista, del horizonte intelectual del hombre]... nuestro valor está en aprender a dominar esos componentes trágicos que asociamos a la muerte y que tanta desazón nos procuran: la extrañeza, lo imprevisto y lo violento... componentes que, si lo miramos bien, no se acercan tanto a la realidad de la muerte real como a la que mantiene el imaginario colectivo, ya que la muerte no nos es extraña [todos sabemos que moriremos algún día] y, por tanto, tampoco debiera resultarnos imprevista por conocer su componente azaroso. Tampoco, pese a lo que la cosa mediática nos mete cada minuto con calzador en la cocorota, la muerte suele ser violenta en un amplio porcentaje.
Así, el grupo debiera articular, sin miedos y sin medias tintas, una cultura de la muerte en la que la normalidad suceda a la sensación apocalíptica, formando hombres y mujeres con la conciencia abierta al mundo, con la decidida consideración de que la realidad de cada hombre, tomado individualmente, es un tesoro para sumar a lo común y es, además, lo que le hará trascender.
Y, sin embargo, después del pensamiento reposado y a solas... algo cruje en mi pecho mientras imagino al compañero de Nuria sonriendo apoyado en la barra de PdT a la hora del café o en charla distendida y amable con los que allí coincidimos cada día... algo me deja vacío cuando recuerdo a Juanita sonriendo detrás de pintura de sus labios [era muy coqueta] mientras hablaba encantada de sus nietas y sus biznietos... y luego me contaba sus infinitos achaques y sus cuitas pequeñas.
Quiero abrazar muy fuerte desde estas letras a Pepe Hontiveros y a Nuria, abrazarlos para que entiendan en mi abrazo lo que las palabras nunca sabrán decir.
Ha sido un año malo, pues se han ido demasiados cercanos y el cuerpo pide calma mientras el espíritu no cesa en su alboroto de no saber explicar lo que, por necesidad, exige explicación.
Otro jodido día de perros.
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Hay una muerte cierta y otra más singular que no sabe de lirios ni violetas, que mantiene tu pulso y no te lleva a aquella lividez de los cadáveres. Si te llega esa muerte, habrás de sorprenderte barrido como una alcoba vieja, sin esperar, callado.
Es la muerte peor... que no te toque.
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Ponerme en situación requiere ambiente, ideas lanzadas como flechas hacia el justo objetivo que persigo, saltos carpados llenos de riesgo y algún que otro desliz desabrigado.
Hoy doy fin a mi nuevo poemario por exacto acuerdo conmigo mismo, un poemario adelgazado y lleno de la palabra sexo [desde que me equivoqué al publicar “Versos Giróvagos” en 1992, mi primer libro, tenía unas ganas enormes de meterme en un poemario con la misma idea de conjunto que aquél, tan fallido, pero con esta voz hecha por los años y las horas de lectura y escritura]. Ya tiene título, un título que me lleva haciendo cosquillinas desde hace meses: “Dientes de leche”... y ahora le queda ubicarse en el orden que le dicte mi milonga estética para conseguir la exacta unidad que quiero darle [me lo trabajaré durante las fiestas navideñas para olvidarme de todo y de todos].
Empecé con este libro hace exactamente 17 meses, con lo que será el que más tiempo me ha llevado de todo el histórico de mi producción literaria [aunque confieso que los últimos cuatro meses han sido los de más intensidad de escritura].
Durante este tiempo creativo he logrado encontrarme el pulso más lúbrico que contengo, he encontrado metáforas tan divinas como “medusa” o “pulpos” para clavar la exacta existencia de los sexos, he sentido una constante y maravillosa turbación que espero que se patentice en los receptores de este trabajo, he disfrutado escribiendo como pocas veces lo había hecho y siento que voy a finalizar un trabajo redondo [por lo menos un trabajo que me deja satisfecho].
Con esta entrada quiero decir que, en estas horas frías, mueren en mí todos esos versos escritos y vividos día a día con intensidad y que ya me dispongo a tomar el nuevo tono que me está pidiendo el cuerpo.
Lo he pasado de puta madre durante estos meses... y os agradezco un montón que me hayáis acompañado.
“Dientes de leche” ya busca túmulo editorial... veremos.
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