Sunday, December 14, 2008

Nieve posándose.


14 de diciembre de 2008
La nieve volvió a posarse esta mañana en los tejados y a dejar en la sierra ese azucarón de bolla que ilumina el valle con sus reflejos. Ver la ciudad así me pone contento, me empuja a meterme en el frío como un espantapájaros y a sonreír, y lo hago.
Mientras paseaba por lo blanco del montecito cercano, no sé por qué, me acordé de pronto de Marina, de su eterna sonrisa y de esa mirada sobresaliente a la vida desde el mejor tono vital que conozco. Siempre fue una mujer con dos cojones... y no sé por qué, también, dejé de pensar en ella de pronto. El frío estaba mostrenco y decidí encerrarme un ratito en la lectura, pues Ángeles anda de exámenes y es mejor no molestar en esas circunstancias que tanto le perturban.
Pillé la recién adquirida antología de poesía náhuatl [“La tinta negra y roja”] de Miguel León-Portilla y a la media hora comprendí que hoy no estoy para lo angélico [“Por fin lo comprende mi corazón: / escucho un canto, / contemplo una flor. / ¡Ojalá no se marchiten!”] y me pasé otra media hora disfrutando de las ilustraciones que Vicente Rojo ha realizado para esta edición, y ahí sí me encontré mejor, sobre todo en la ilustración que acompaña al capítulo Xopancuicalt, llena de serenidad en su cromatismo y en su geometría. Pero no quedé satisfecho, no, y me puse a rebuscar en los anaqueles de mi biblioteca algún volumen que me pusiera de pronto los ojos golosos... y encontré la monoseadísima edición que Hiperión hizo de “Los restos del naufragio” en 1979, del añorado Ricardo Franco, un libro que compré en 1993 [lo recuerdo porque siempre pongo las fechas de adquisición en los principios de cada libro] y que resultó para mí un hermoso descubrimiento en su día. Leo hoy lo que escribió Ricardo Franco en la contra del volumen y no encuentro en mi memoria el haberlo leído antes [cosa normal, pues suelo entrar a los libros saltándome los prólogos, las entradillas, las solapas, los textos de contracubierta y los créditos]... pero hoy sí me detuve en la contracubierta:

“Nacimiento: 24-V-49
Infancia feliz y estudios en el British Institute School.
Adolescencia neurótica, como todas, hasta caer en Río de Janeiro por el oeste y en Estambul por el este.
Sueño con convertirme en líder revolucionario o estrella del rocanrol, fracasando en ambos campos por mi corta estatura, mi voz repugnante y mi imagen francamente doméstica. Desorientado, decido dedicarme a la dirección de cine, ya que es algo que puede hacer cualquiera, al ser el oficio más idiota del mundo.
Desengaños amorosos me llevan a tierras lejanas como África occidental, capital Timbuctú, y a arriesgadas aventuras como cazar ballenas, arpón a mano, en la isla de Madeira.
De salud, bien, hasta que me hallan una estúpida diabetes mellitus emboscada, que me produce honda irritación con el mundo y con la vida en general.
He escrito estos poemas en el breve espacio de diez años y son todos los que he escrito en mi vida. También soy vago como poeta, si es que acaso lo soy.
En ellos he tratado de contar partes de mi vida de esos diez años, pero no tal como fueron, sino como me habría gustado que fueran. Cada uno trata de una cosa, y todos juntos y seguidos, de otra. En realidad, son historias para las que nunca creí encontrar productores.
No sé si volveré a escribir, pero si lo hago pienso hacerlo desde Kingston, Jamaica.
Dada mi irresponsabilidad, me temo que no llegaré a viejo, y bien que lo siento.”

No se equivocaba Ricardo, pues murió en el 98, con 49 años de edad [dos menos que yo en este día], pero dejándonos, entre otras maravillas, “La buena estrella”.

Me metí en los versos, que no lo son, que nunca lo fueron, de Ricardo Franco... y volví a aquel tiempo en el que andaba aprendiendo que ya no sería nunca bucanero, que jamás sería bancario, que nunca tendría fortuna material [pero sí esa fortuna especial de tener amigos grandes y desarrollar un pensamiento libre], que uno se muere y basta... y leí con hambre a uno de los tipos más sensibles que se han cruzado en mi camino... y me quedé, sin más, en ese acotado que Ricardo titula “Dialéctica senil”, porque a veces ya es la mía:

“No soporto en mi actitud la falta de arrogancia
¿cómo entraría bogart me pregunto con más de ochenta años
en el salón de lectura exigiendo un whisky doble?”

Y me tiré a la vida para comprar el pan del día.

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